El sonido dulce del intro del vibráfono en Mujer Divina dura cinco segundos. Tiempo suficiente para anunciar un encuentro melodioso que toca las fibras más profundas del ser. Luego aparece un suave redoble de timbal, que descubre la perfección de un bolero inmortal. Es noche de rumba en una ciudad mulata que respira música y que se sabe bella, bailadora, sensual. Un poco antes que empiece el fraseo en bossa de Willie Torres la pista de la Topa Tolondra, situada en esa Calle Quinta tan caleña, tan nuestra, ya está inundándose de parejas con mujeres divinas tarareando un disco que las alaba. Yo, aprovechando la ventaja evolutiva del oído melómano pongo mis dedos sobre su hombro en el tercer acorde del disco; ella, la más divina de la noche, dejó la cerveza en la mesa y toma mi mano para llevarme a las nubes.
Desde las 10 de la noche a la Topa Tolondra no le cabe un bailador más, porque a la Topa todos van a bailar, hombres y mujeres de todos los sexos ya ocupaban el primer piso y los dos mezanines, desde donde los escotes de las féminas se ven brillantes y atrayentes, como las luces de la ciudad desde Cristo Rey. La mulata, la que me enreda y me desenreda, andaba de jeanes ceñidos, totalmente pegados a esas curvas hechas de caminar la calle, de subir al cerro. Las diminutas tiras de su blusa suspendían la redondez de sus senos, venciendo las leyes de la física, dejando que los ojos se embriagaran de ese derroche de sensualidad que brotaba de su figura armoniosa y fresca como la brisa en la plaza de Caicedo a las 4 de la tarde. Sus tacones la dejaban con la mirada casi pegada a la mía; entonces, sus ojos negros como el vinilo me miraron dejando unos puntos suspensivos en el aire, y antes que empezará el segundo tempo del disco, sí, cuando empieza ese coro sublime de Willie Torres y Jimmy Sabater, pegó su mejilla a la mía, dejándome envuelto en sus crespos, dejando que yo la abrazará, porque ella sabía, igual que yo, que no existe otra manera de bailar un bolero.
Mujer Divina, ese bolero que ahora no puedo desprender de mi memoria, nació de la inspiración de Héctor Rivera, sin lírica y con un nombre distinto, cinco años antes de que la retomara Joe Cuba y la convirtiera en una excusa musical para enamorar a las caleñas. “Petite” fue su nombre de pila, y hacia parte del álbum Charanga & Pachanga del mismo Héctor Rivera, lanzado en 1961. Un tema que pasó sin pena ni gloria en un año donde el sonido que enloquecía era la pachanga. “la primera noche que te vi, yo sabía que eras para mí, jamás otros besos preferí porque siempre estás en mi”, el primer estribillo del disco, lo tarareaba en su oído a través de sus crespos alborotados; ella sabiendo bailar un buen bolero, permitía que mi cuerpo estuviera más cerca que nunca al suyo, y ambos a manera de encuentro cósmico girábamos uno en torno al otro, dejándonos llevar por el magistral arreglo a cuatro manos de Nicky Jiménez y Héctor Rivera.
A la una de la mañana, cuando sonó el bolero de Joe Cuba, la Topa Tolondra era un párrafo perdido de un libro de Andrés Caicedo, solo que con una banda sonora actualizada donde hay un lugar de privilegio para el montuno, el guaguancó y la timba del siglo XXI. Las paredes de la Topa sin repello, en ladrillo común, como las casas del barrio, están adornadas con posters de los iluminados salseros, y al centro está el principal objeto de adoración: el rey Maelo, un santo al que en su altar todos agradecen por los favores recibidos; por las rumbas eternas amenizadas por la voz áspera y marina de Ismael Rivera. Los asientos, como en la Taberna Latina de los noventas, son butacos sin espaldar alrededor de mesas circulares, y antes de llegar la media noche sobran porque el espacio para el baile se hace vital, como la cerveza, como el mojito, como el guaro, como la música, principal objeto del deseo que nos atrae a la Topa Tolondra. Todos sudamos, todos sentimos el golpe del tambor, la clave, el montuno, el guaguancó, y el mágico bolero, el bolero que bailo con esa mulata crespa, la mulata que me eleva, que me aprieta y se mueve suavemente, porque solo así se bailan los boleros.
Willie Torres, la voz que hace posible ese sueño divino, se siente impecable en el pregón. Con este bolero regresaba a la banda de Joe Cuba después de pasar una temporada en la orquesta de José Curbelo, esta vez a ocupar el lugar de Cheo Feliciano, quien había dejado la orquesta por su adicción a las drogas. Era el año de 1966, y el boogaloo estaba en escena, el álbum “Wanted dead or alive” donde se encuentra Mujer Divina, fue lanzando a mediados de año y puso a Joe Cuba a la altura de bandas como la de Eddie Palmieri, Ricardo Ray y Pete Rodriguez.
Después del primer pregón de Willie llega el segundo coro: “Y es por eso que yo soy feliz porque ahora yo te tengo a ti, prieta linda tu eres para mí, y yo siempre soy de ti”. Mis dedos siguen la melodía por el borde del escote de esa mujer que fascina. Su espalda húmeda siente la yema de mis dedos imitando el bajo. La mulata susurra en mi oído una frase que aún no puedo olvidar: “me encanta tu lenguaje no verbal, lo musical de tus dedos”. Yo sigo acariciando su espalda, con mis ojos clavados en los suyos y me acerco para cantarle bajito: “Mulata, mi prieta, mi cielo, te quiero, te adoro divina mujer”. Nada que hacer. En la Topa Tolondra, un bolero puede terminar en un beso.
2016-ABR-03