CALI DE VIERNES SANTO

Las primeras horas del Viernes Santo deben ser las más santas y las más calladas de mi Cali en todo el año, la bruma de la rumba llena de golpes de clave, de puños, bofetones, palos, no se siente en la calle ni en la esquina, los bares, grilles, salsotecas y estancos se encuentran cerrados en toda la ciudad como si se hubiere ordenado un toque de queda; el apego espiritual, o más bien el respeto, o más bien la inercia de la costumbre heredada del viejo mundo, hace que ni siquiera sean tentados mis vecinos a armar rumba, no se escucha la melodía saliendo de los antejardines, ni los parceros hacen sus viciosas reuniones de esquina mezcladas con bareta y música, en fin, la ciudad se encuentra en un estado comatoso, que solo se logra hoy en esta madrugada de Viernes Santo. Ni yo me atrevo en la soledad de mi alcoba a encender la radio, ni a colocar el vinilo a rodar.

Pienso que es en este día que apenas nace cuando el Altísimo por fin logra escuchar nuestra plegaría y nuestros más íntimos deseos, callado el barullo del pecado original, y con un silencio que ocupa todos los espacios, la oreja divina del Elegido por fin puede oír nuestro verbo pagano. El “con una palabra tuya bastará para sanarme” suena como un trompeta timbera a los oídos del Señor, quien admirado por nuestra devoción y por el silencio casi vaticano de nuestra ciudad no tendrá más remedio que atender nuestra piadosa súplica.


Solo una turba inocua de evangélicos interrumpe a pocas cuadras de mi casa este silencio que limpia el espíritu y nos purga auditivamente para las futuras audiciones salseras que nos esperan; se enturbian las calladas calles de mi barrio con cánticos musicalizados y arengas bíblicas, sin saber que lo que quiere mi Dios y el de ellos, es el silencio absoluto para poder por fin escucharnos. Blasfemos.